Eleguá es el primero de los Orishas que se recibe y es sumamente venerado en la religión yoruba, como aquel que tiene la llave de la felicidad y la fortuna. Es el primero del grupo de los cuatro guerreros (Elegguá, Oggún, Ochosi y Osun), y en la naturaleza está simbolizado por las rocas.
Por eso, vive en esa figura sagrada en la mayoría detrás de la puerta, cuidando el ilé (casa) de quien lo posee y es venerado, por ser el dueño absoluto de los caminos y el destino.
En la religión yoruba Elegguá se asienta en una otá (piedra), otá conchífera, de arrecife, otá con carga, caracol cobo con carga, un coco seco o de masa con carga y la misma se coloca en una vasija plana, vive detrás de la puerta de los hogares, donde cuida los límites del interior y el exterior, de lo positivo y lo malévolo.
Pero la historia de Elegguá manifiesta el por qué este poderoso y pequeño Orisha abre los caminos y cuida las casas. Es un relato de suma importancia para todos aquellos que profesan la religión yoruba, una historia hermosa que debemos conocer.
La historia milenaria de Eleguá
Cuenta este pataki milenario, que una vez en el rico reino de un monarca africano, nació un príncipe, hijo primogénito, a quien llamaron Elegguá.
El niño era valiente y muy travieso y corría detrás de todo aquello que llamaba su atención. Así un día mientras iba caminando por la orilla del mar con su guardián, vio un objeto brillar junto a una palmera y corrió a tomarlo sin preguntar.
Su guardián no logró impedirlo, pero le dijo al niño que podía ser un objeto peligroso, pues tenía dos intensas luces en el lugar de los ojos y una nube blanca salía de su boca.
El Obí (coco), el protector de Eleguá
Pero Eleguá lleno de curiosidad cargó al objeto y descubrió que era el fruto de un cocotero. Al poco rato oyó una voz que le decía:
“Cuídame y líbrame de las polillas y los gusanos que querrán comerme con el tiempo y si me proteges, te daré salud y prosperidad”.
El niño quedó fascinado y prometió al coco cuidar de él.
Cuando llegó al castillo mostró el coco y contó su historia a su padre y a toda la corte. Pero allí todos se burlaron y se pasaron el coco de un lado a otro sin que Eleguá pudiera evitarlo, además le aconsejaron a su padre esconderlo para que el pequeño no volviera a preguntar por él.
Ese mismo día el niño enfermó, y solo tres días después murió sin que pudiera impedirlo médico alguno. La corte y todo el pueblo lloraron la muerte del príncipe.
Así, llegó a la corte un adivino que dijo que un genio bueno vivía encerrado en el coco, pero lo habían ofendido y por eso había muerto el príncipe.
El rey arrepentido, mandó a venerar al coco y pedir su perdón y protección, pero los ojos del coco no brillaron más.
El adivino intervino nuevamente y dijo que debían ponerle ojos, boca y oídos para que escuchara y hablara.
Así que le incrustaron unos caracoles en el lugar de los ojos, dos conchas en los oídos y le pusieron una boca. Así el genio escuchó, vio y finalmente habló y transmitió toda su sabiduría a aquel pueblo. Los perdonó y los protegió desde ese entonces.
Al coco, lo nombraron Eleguá en honor al príncipe, y desde entonces fue adorado y consultado con respeto como aquel que abre todos los caminos a la humanidad.