«Si sientes las hojas del flamboyán, es porque la señora Oyá anda cerca. «
__ ¡Abran la puerta! __
El portón de hierro se abrió y el prisionero 4038 salió, ahora como hombre libre había recuperado su nombre: Ricardo Alberto Noas de Flor, 43 años, diez tras las rejas, huérfano desde los ocho y con un solo propósito en la vida: vengarse de la persona culpable de todas sus desgracias, la vieja Antonia.
Estaba decidido, esa vieja maldita no tendría un día más en el mundo de los vivos, aunque le costara regresar de nuevo a prisión:
__ «De todas formas mi vida acabó hace años.»__, pensaba mientras el autobús rodaba rumbo a su pueblo donde nadie lo esperaba, solo recuerdos lejanos y unos padres en el cementerio donde comenzó el final de su existencia.
__«Maldito mundo… «__, se decía mirando a los pasajeros, saboreando ese sentimiento torturador con que ha estado conviviendo desde que aquel conductor ebrio acabó con la vida de sus padres y dio inicio a su aberración por la humanidad,__«Ojalá y todos estuvieran muertos… «__, recordó sus únicas palabras al salir del cementerio antes de mudarse por obligación a una casa para niños sin familia, desde ese instante, su relación con los vivos murió, nada que respirara le resultaba de interés porque como niño no podía hacerles daño; sin embargo, estando muertos…
Comenzó a escaparse, ¿y adónde iba Ricardo?, a su lugar favorito, allí donde más cómodo se sentía y donde más daño podía hacerle a la humanidad: el cementerio. Terminó para siempre su interés por la escuela, la única educación necesaria estaba en la casa de los muertos, sí, porque la diversidad de inquilinos le permitía estudiarlos, aprender, y hasta vivir a costa de ellos.
Prendas de valor, ropas, incluso hasta la piel y los huesos, todo servía para sustentarse económicamente porque todo se vendía. Cuando alcanzó la mayoría de edad, ya era un experto en el negocio del tráfico misceláneo, su habilidad era tal que viajaba de pueblo en pueblo realizando sus operaciones necrológicas, en poco tiempo había amasado una pequeña fortuna que le hubiese permitido retirarse aún tan joven, pero para él, aquel oficio era más que un modo de vida, significaba su protesta contra el ser humano y todo lo que oliera a vida, mientras existiera un cementerio, ahí estaría él para profanarlo y matarle la dignidad a los muertos, cualquier cementerio menos uno…
__ «De hoy no pasa…»__, estaba decidido, entraría en aquel lugar al que tanto temía, visitaría la tumba de sus padres y, por qué no, haría su trabajo habitual.
Todo iba a las mil maravillas, cierto, no tuvo el valor para enfrentarse al sepulcro parental, pero el resto… esa sería su última noche en el pueblo, después de desvalijar el cementerio partiría para nunca más regresar, fue entonces que ocurrió lo inesperado.
__ Tienes que devolverlo todo…__, fueron las palabras de la vieja Antonia, su vecina, hasta ese entonces solo una vieja solitaria sin importancia, __ Devuélvelo todo o prepárate…__, le dijo la vieja señora, parada frente a la puerta del cementerio, __ Devuélvelo o la señora Oyá te castigará. __.
En ese momento a Ricardo le parecieron delirios de vieja loca, la dejó con la palabra en la boca y se fue a casa, diez minutos después, la policía tocaba a su puerta.
La condena habría sido mínima de no resistirse al arresto, el informe policial no dejaba dudas: varias cabezas partidas, huesos rotos y hasta un ojo sacado eran lesiones graves como para tenerlo encerrado por largo tiempo. Diez años de prisión y un único pensamiento: matar a la vieja Antonia, esos habían sido sus únicos compañeros de condena, ahora, con la libertad en las manos, llegaba el tiempo de la venganza.
Todo estaba planeado, esperaría hasta bien entrada la noche para no ser visto, necesitaba un lugar donde estar.
__ El cementerio. __
Era el lugar perfecto, ahí nadie preguntaría, los muertos no saben hablar, la incógnita era si tendría el valor para llegarse al sitio prohibido. No, mejor evitar acercarse a la tumba de sus padres.
Se sentía bien en los cementerios, tanta paz y tranquilidad, ninguna voz molesta, mejor que en cualquier palacio. Se recostó a una tumba cualquiera y dejó pasar el tiempo.
El sonido del viento lo despertó, ya era de noche, la hora perfecta para partir, sabía cuál muro saltar para cortar camino, justo antes de hacerlo, una centella iluminó todo el cementerio, Ricardo se dio la vuelta y vio al viento juguetear con un flamboyán, una cosa llamó su atención, algo brillante a lo lejos, no tenía miedo así que se acercó. Ahí estaban, encima de una tumba, formando un círculo, nueve manillas de cobre.
Así por instinto las metió en su bolsillo, en ese instante el viento dejó tranquilo al flamboyán. Ricardo recuperó el sentido del momento, corrió hacia el muro y lo saltó en busca de su presa.
La calle estaba desierta, sin testigos, la casa enfrente, conocía que había una puerta trasera, cosa fácil, pero, ¿darle fin a una vida era cosa fácil? Se lo debía a tantas noches sin dormir, a tanta vida desperdiciada, se lo debía también a sus padres, aunque no creía en nada, muy en sus adentros se imaginaba con ellos en otra dimensión, la dimensión de los muertos, y para eso…
__ Tengo que hacerlo. __
Con cuidado abrió la puerta y entró, el lugar estaba en penumbras, pero la silueta en el fondo era inconfundible, tal y como la recordaba en todo aquel tiempo, igual su voz al escucharla decir:
__ Llevo diez años esperándote. __
Hasta ese momento, Ricardo no había pensado cómo acabar con aquella vida, ¿cómo se hace?, ella le dio una pista inesperada:
__ ¿Por qué no le preguntas a Oyá…? __, Ricardo no la entendió, pero la vieja Antonia sabía de qué hablaba, __ La señora Oyá quiere hablar contigo… ahora. __. Y entonces empezó todo.
Un viento fuerte empezó a azotar las paredes y el techo, el sonido era ensordecedor, Ricardo intentó salir, pero tropezó torciéndose una pierna, desde el suelo veía como, mientras la casa se hacía pedazos, la vieja Antonia permanecía inmóvil, sin gestos de temor. Lo último que escuchó fue: __ «Oyá te quiere decir una cosa…»__, luego todo se derrumbó.
Al despertar estaba en la sala de un hospital, enseguida le contaron lo sucedido.
__ ¿Y la vieja Antonia…? __, preguntó, pero nadie sabía de esa mujer, sí del inesperado tornado que tumbó el flamboyán y aplastó la casa, también de su casi milagrosa salvación, pero nada sobre esa vieja Antonia.
Los días pasaron y, totalmente recuperado, regresó a su antiguo hogar, fue cuando sintió en el bolsillo los nueve brazaletes de cobre, otra vez el recuerdo de Antonia. Con la cabeza llena de dudas, salió de inmediato a buscar información.
__ ¿La vieja Antonia… pero tú no sabes que…? __, la noticia lo dejó espantado, como relámpago corrió hasta el cementerio, una fina lluvia matizaba la atmósfera, con desespero buscó y buscó hasta hallarla, allí estaba la inscripción en la lápida, era el nombre de Antonia, pero lo más sorprendente, la fecha de muerte, justo un día antes de ser apresado. Ricardo cayó de rodillas y miró al cielo donde un arcoíris empezaba a formarse. No sentía miedo, más bien una energía reconfortante y sana. Se levantó, tomó los nueve brazaletes, los puso sobre la tumba e hizo una promesa:
__ Volveré para escucharte… Oyá. __
Sería después, antes debía enmendar una injusticia personal, por primera vez, después de muchos años, visitaría la tumba de sus padres… Y el arcoíris lo acompañó.
«El Mundo de los muertos tiene su patrona… la señora Oyá. «